Lo dejó escrito magistralmente Daudet: “Si no hubiera suspiros, el mundo se ahogaría”. Pues bien, en la noche del martes en el Carlos Tartiere, el oviedismo vivió al partido contra el Rayo Majadahonda de perplejidad en perplejidad hasta el suspiro final en el último segundo del encuentro tras la prolongación, cuando Joselu, además de hacer doblete, marcó el gol que nos dio la victoria y que condenó al rival al descenso.
Suspiros carbayones, digo, sufriendo la vulnerabilidad de nuestra defensa, sintiendo impotencia por las imprecisiones en los pases, por la falta de un patrón de juego que, al menos, no pudiese servir como manual de estilo, por la falta de continuidad en las jugadas que iniciábamos, por padecer el amargo trance que supone que el marcador se nos ponga en contra, jugando en casa contra un equipo que peleaba por salvarse.
Suspiros carbayones, añorando al mejor Oviedo que, a estas alturas, no sabemos bien si de veras lo hemos disfrutado realmente o si, lo hemos soñado. ¿Cómo es posible que Folch esté tan lejos de su mejor versión? ¿Cómo es posible que Diegui se equivoque tantas veces a la hora de pasar el balón,arrancada tras arrancada? Bien es verdad que de algún modo se desquitó marcando el primer gol azul. ¿Cómo es posible que estemos esperando, con ansiedad, por esos chispazos de calidad de Berjón a la hora de hacer una asistencia decisiva? ¿Cómo es posible que, en tantos lances, los rivales les ganen la espalda a nuestros defensas? ¿Cómo es posible que en las jugadas a balón parado permitamos partido tras partido que un delantero contrario se encuentre con el regalo de que le dejamos rematar a placer?
Todo esto se escenificó la lluviosa noche del martes en el Carlos Tartiere, lluviosa y, sobre todo, gélida, a juzgar por la muy escasa afluencia de público, lo que no impidió que, en ocasiones, el respetable manifestase su desesperación con silbidos.
Suspiros carbayones, en efecto, hasta que el gol de Carlos Hernández fue el inicio de una remontada que no esperábamos, remontada que le sirvió a Joselu de desquite, reencontrándose por partida doble con el gol.
Un gol psicológico, el del empate, poco antes del descanso. Unos primeros minutos de lucha atacante en la segunda parte, que, sin embargo, fueron infructuosos. Unas carencias defensivas que nos llevaron a un resultado que nadie contaba con que se le pudiese dar la vuelta.
Y, eso sí, algún destello de calidad, sobre todo, por parte de Omar Ramos, en sus regates, en sus pases, en su ambición de profundidad.
Y así fue y así estuvimos, hasta el suspiro final.