«Los ojos sólo ven: / el alma mira». (Pedro Salinas).
En su momento escribí que muchas aldeas asturianas se agarran a las faldas de las montañas del mismo modo que lo hacen las criaturas a las sayas de sus madres o abuelas. Es la búsqueda de protección al llariego modo que, bien mirado, tiene su innegable no sé qué de ternura. Y, en el caso que nos ocupa, se diría que algo de esto ocurrió en Oviedo, que se quiso agarrar al Naranco, con resultados estéticos que se prestarían a múltiples e interesantes interpretaciones.
Pero, en cualquier caso, se puede constatar que, al final, habría que separar lo que es el monte Naranco en sí mismo, como atalaya de Oviedo, y esa pequeña parte de su falda en la que en su momento se asentaron colegios, casas unifamiliares y –cómo no- la antigua cárcel, dedicada hoy a archivo histórico.
Siempre se dijo –y es indiscutible- que Oviedo limita con el campo por todos lados. Sin embargo, tengo para mí que se insistió muy poco en que, según se mire, la falda del Naranco forma parte de la ciudad sin haber perdido nunca del todo su carta de naturaleza no urbana.
Y es que, entre las muchas referencias que nos vamos haciendo con el tiempo en Oviedo, el paso a ciudad Naranco, siempre tan transitado de vehículos, es inolvidable. Un paso pequeño, quizá excesivamente pequeño, que, no obstante, marca muy bien la diferencia entre el entorno más bullicioso, en cuanto a tráfico, de Vetusta, y esa falda, a su peculiar modo y manera, urbanizada, sin haber renunciado nunca a su vocación de aldea, hasta de casería en algunos casos.
Confieso que, cuando entré por vez primera en el actual Archivo histórico, tuve muy presente determinados acontecimientos en los que ese enclave tiene un enorme protagonismo en nuestra historia contemporánea.
Y, en otro orden de cosas, si dejamos que la imaginación se despliegue con entera libertad al margen de los condicionamientos de los datos, se nos plantea de inmediato la hipótesis de que no hace mucho tiempo, en lo que ahora son calzadas y naves industriales, tuvo que haber una aldea con su día a día al margen de la capital, pero que, al mismo tiempo, tenía omnipresente a la ciudad como salida a sus productos, como contraprestación a sus trabajos y sus días.
En ocasiones, nos sentimos atraídos a levantar la vista y mirar hacia arriba, acaso buscando esa protección a la que aludí en párrafos anteriores. Empero, la mayor parte de las veces, lo que sentimos es el disfrute tan propio de Oviedo de sabernos en el campo sin necesidad de abandonar la propia ciudad. Es el disfrute de aquel “fondo rural que perdura en cada asturiano”, del que se hizo eco Ortega en su memorable ensayo sobre nuestra tierra.
Me atrevería a afirmar que, tal vez sin ser conscientes del todo, cada vez que transitamos esta zona de Oviedo, vislumbramos las raíces más genuinas de nuestra ciudad, la referencia que nunca se perdió, el punto de partida del devenir histórico carbayón.
Y lo curioso del caso es que, con el transcurso del tiempo, ciudad Naranco no es fundamentalmente el lugar de paso hacia arriba, sino que tiene personalidad propia, como el recordatorio de la aldea que fuimos y, en gran medida, seguimos siendo.
Cada vez que visitaba a una señora que había trabajado casi toda su vida en la casa de mis tías abuelas y que, en su día, se trasladó a una casa de ciudad Naranco que había heredado de su hermano, un indiano que regresó con algo de dinero y que lo invirtió casi todo en esa propiedad, me sentía, a la vez, muy cerca y muy lejos de Oviedo, cerca en la geografía, lejos en todo lo que aquello me evocaba, desde el paisaje mismo que se podía contemplar desde los ventanales de la cocina, hasta la atmósfera que allí se respiraba, esa atmósfera tan genuina de los recuerdos vividos y vívidos pertenecientes a un pasado que son la llave misma del tiempo presente.
Por ciudad Naranco. Durante mucho tiempo, la escasa atención que se le prestó a esta parte de Oviedo hizo que fuese más clara la diferencia con respecto al meollo mismo de la capital. Pero, más allá de esa circunstancia, de suyo, decisiva, la propia historia intervenía en ello.
Estoy convencido de que si Ortega hubiese estado más tiempo en Oviedo en su estancia asturiana en 1914, hubiera puesto ciudad Naranco como el mejor ejemplo de ese fondo rural con el que tan certaramente nos definió.
Y es que, más allá de operaciones urbanísticas que pudieron violentar lo que ciudad Naranco significa, su protagonismo en la intrahistoria de Oviedo es tan clarificador como innegable.
Y es que, desde cualquier punto de Oviedo, siempre estaremos agarrados a la falda del Naranco.