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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: La noche del 28 de octubre del 82: El cambio

“Felipe González ni siquiera posaba, sino que se dejaba coger con la barba de tres días, la camisa de cuadros arrugada, la melena moderna, pero no desaseada, y cierta pinta de chico que ha encontrado su primer empleo, su primer trabajo en un taller, y estaba aprendiendo el oficio con aprovechamiento. Había millones de Felipes en España. Cómo no le iban a votar. Se votaron a sí mismos.” (Francisco Umbral).

Aquella jornada, si la memoria no me traiciona, fue deliciosa en lo climatológico, tan deliciosa como el otoño en Asturias. Estaba cantado que la apuesta por el cambio prometido iba a triunfar clamorosamente. Y, a decir verdad, deseábamos que llegase la noche para que se confirmase lo esperado, para que las expectativas se convirtiesen en realidad. Así fue.
Recuerdo que estuve en casa hasta que la radio y la televisión confirmaron una mayoría absoluta aplastante. En la calle Toreno, al salir de casa, aquella noche de domingo parecía una más, se diría que todo transcurría con normalidad. Pero, tan pronto llegamos a la Avenida de Galicia, y las cafeterías estaban casi a rebosar con sus respectivas televisiones puestas, de las que todo el mundo estaba pendiente.
Convencidos estábamos de que el cambio había llegado, de que, por fin, se llevaría a cabo la ruptura que hasta entonces no se había producido. Conjurada la intentona golpista, a la izquierda, con un triunfo tan aplastante, nada ni nadie podría impedirle que pusiese en marcha su proyecto de transformación del país. Millones de votos avalaban el cambio tan ansiado. Por una vez, pensábamos nosotros, las cosas no se iban a torcer, no habría ruido de sables, no podría haberlo. La calle, con perdón de Fraga, era nuestra.
En una de las cafeterías donde nos detuvimos, la televisíón mostraba a Carrillo, muy contrariado por haber perdido tantos votos que habían ido a parar al PSOE, estuvo hosco con los periodistas y anunció su dimisión. Asturias era uno de los pocos territorios en los que el PCE no había salido malparado. De ahí que se le encomendase a Gerardo Iglesias que se hiciese cargo del partido.
Pero, al margen de eso, nadie nos quitaba el entusiasmo, la alegría, el convencimiento de que, por fin, las cosas iban a cambiar. Todo tenía que ser más democrático. La sociedad sería más justa y más libre. Aquel PSOE de González garantizaba las libertades y los derechos. Aquel PSOE de González, creíamos nosotros, era la izquierda necesaria y del momento, sin totalitarismos, sin extremismos, pero también sin renuncias y sin renuncios.
¡Ay, aquel PSOE del cambio, con personas como Gómez Llorente, como Ciriaco de Vicente, como Raventós, como Pedro de Silva que había encabezado la candidatura al congreso desde Asturias!. Ya no volveríamos a estar en manos de personajes con gafas oscuras y bigote, ya se habían acabado rémoras que tanto habíamos sufrido. La historia de este país daba un vuelvo aquella noche, tenía que darlo.
Deliciosa noche la del 28 de octubre, en vísperas de difuntos, en plena seronda. La Avenida de Galicia prolongaba su movimiento más horas de lo habitual. No había prisa por regresar a casa, no importaba saber que habría que madrugar. La noche, además de joven, era nuestra.
Por las calles, la imagen de Felipe González con su lema del cambio lo presidía casi todo. España, en siete años, había dado un vuelco desde una dictadura que murió matando a una democracia gobernada por un partido socialista que traía bajo el brazo su mensaje de cambio, su apuesta irrenunciable. ¡Ay!.
Noche larga en la televisión. ¿Cómo no recordar una mesa de periodistas en la que estaban, entre otros, José Luis Balbín y Cebrián hablando de los resultados electorales? ¿Cómo no recordar, poco tiempo después, una memorable entrevista que le hizo el loco de la colina a un Felipe González que aún manifestaba su cercanía al mundo obrero?
Ella se ahuecaba el pelo mientras miraba la tele en una cafetería de la Avenida de Galicia. Sus ojos brillaban, su sonrisa era un regalo a la vista, su vitalidad estaba en consonancia con la de un país que se sabía ganador, que suspiraba al saberse que, por fin, la altura de los tiempos estaba a nuestro alcance.
Ella fumaba con la discreción propia de quien huye de todo aspaviento. Expulsaba el humo despacio, saboreando el momento. Estaba, seguramente sin saberlo, poniendo en su rostro huellas de un momento irrepetible, huellas que se manifestarían pasados los años, pero que siempre sabría su punto de partida.
Adiós al autoritarismo, adiós a los encorsetamientos, adiós a todo tipo de represiones. Libertad, puede que sin ira, pero sin cesiones ni concesiones.
Nosotros, que fuimos tan ingenuos, nosotros, que teníamos muy claro que lo deseable era posible e irrenunciable. Nosotros, que no estábamos dispuestos a que las moralinas de púlpito nos llenasen de caspa. Nosotros, que creíamos que las bodas con la historia, que diría Guillén, con la historia de lo mejor que había tenido este país, ya estaban anunciadas.
Nosotros, que fuimos tan cándidos como el personaje volteriano, vivimos la noche del cambio como un acontecimiento que, ni en el más escéptico de los supuestos, podíamos barruntar que sería el anticipo de una decepción, que el cambio no era más que un lema, tal y como escribiría más tarde Subirats: “Como todos los eslóganes políticos, la palabra “cambio” concentró muchas emociones en la misma medida en que sus contenidos sociales y culturales se diluían propagandísticamente en el ruido mediático de todos los días. Pero el deseo de un cambio en la sociedad española se definía, a pesar de eso, con la nitidez apreciable que contrastaba su inmediato pasado y los significados más banales de la permanente confrontación social que encerraba: el autoritarismo político, el carácter primitivo de las relaciones sociales, la mediocridad intelectual y una relativa pobreza económica.”
Ella apagó el pitillo como si deslizase con mimo un pincel sobre el cenicero. A continuación, suspiró.
Suspiramos aliviados.
No tardaríamos mucho en hacerlo de muy distinta guisa, al modo en que escribió Daudet: “Si no hubiera suspiros, el mundo se ahogaría”.
Ella, al salir de la cafetería, le puso fin a la noche de la mejor forma posible: con un abrazo de ésos que sólo son capaces de dar quienes atesoran esa mágica capacidad de quienes saben querer, de quienes quieren soñando, de quienes sueñan queriendo, de quienes saborean lo onírico, de quienes ven venir un acontecimiento y lo atraen hacía sí, de manera tal que hace de esos brazos un destino. Y un delirio. Delirio y destino, que escribió con tersura y maestría María Zambrano.
Ella tuvo palabras y gestos para una bandera. Tricolor.
Ella fue la madrina de aquella noche “del cambio”. De un cambio que, ¡ay!, muy pronto se reveló lampedusiano.
Pero el Acontecimiento con mayúsculas, sentido mayoritaria e intensamente como “cambio” fue a parar a sus brazos y, en pocos segundos, se acomodó a una posición fetal.
Ella, con los brazos ocupados, buscó a alguien que le ahuecase el pelo al final de la noche, de una noche en la que Vetusta no dormía, era, como el resto del país, pura ebullición.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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