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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: Noches mateínas

“Don Quijote representa la juventud de una civilización: él se inventaba acontecimientos; nosotros no sabemos cómo escapar a los que nos acosan”. (Cioran).
“¡Qué cerca me siento de aquella vieja loca que corría tras el tiempo, que quería atrapar un trozo de tiempo!”. (Cioran).

Si algún día llega a escribirse la intrahistoria de Oviedo, se consignará que, fuera de toda duda, en las fiestas de San Mateo hay un antes y un después de los llamados chiringuitos. Hasta su irrupción, las fiestas de la ciudad, con la Herradura como referencia, eran una especie de colofón a lo grande de las incontables romerías y verbenas veraniegas que tanto se prodigan en el conjunto de la geografía asturiana. Pero, con la llegada de los chiringuitos, la cosa se transformó radicalmente. Se diría que cada uno de ellos es una fiesta, con su propia música y con una clientela que se convierte en los romeros que lo rodean, bailen o no.
Y, más allá de los tópicos que hablan de lo efímero del paso del tiempo, se diría que la época anterior a los susodichos chiringuitos se nos antoja muy lejana, muy distinta y distante a lo que son nuestras vivencias mateínas. Tanto es así que no se concibe San Mateo sin los chiringuitos.
Cuando empezaron los chiringuitos, aún vivía en la casa de mis padres en la calle Toreno, y recuerdo muy bien que la primera impresión que tuve fue que San Mateo crecía, que todo Oviedo era una fiesta. No olvidaré aquellas oleadas de gente por las calles del centro, de gentes que iban de chiringuito en chiringuito, de gente que, más que la música de las orquestas tradicionales, lo que buscaba y disfrutaba era estar en una especie de pubs improvisados al aire libre.
Por las tardes, se miraba al cielo, con el temor de que la lluvia lo pudiese estropear todo, con la esperanza de que las temperaturas fueran suaves y de que los paraguas se quedasen en casa.
Y, cuando no llovía, cuando las noches regalaban temperaturas aún veraniegas, aunque hubiese que hacer uso de chaquetas o similares, se tenía la grata sensación de que el verano se prolongaba, de que el mal tiempo nos daba una tregua, de que la diversión estaba asegurada.
Vivencias mateínas. (Entre paréntesis, vendría bien recordar que el término “vivencia” fue creado por Ortega y Gasset, traduciendo al castellano la voz alemana “erlebnis”, que tanto utilizaba el filósofo Dilthey. Una excelente aportación, sin duda). Cada chiringuito era una fiesta, era una verbena. Y, en muchos casos, a pesar de que se estaba al aire libre, no era fácil mantener una conversación fluida a resultas de los decibelios de la música que inundaba no poco; eso sí, sin inundar del todo y en principio las calles.
Vivencias mateínas. Aquella noche mágica en la terraza de la Plaza del Paraguas. En muchas mesas, ardían y temblaban velas. Ardían iluminando con discreción. Temblaban también cuando el aire de las conversaciones cogía ímpetu. Aquella madrugada en la Plaza del Paraguas, cuando la década de los ochenta iba más o menos por la mitad. Se asomaba, con la melancolía otoñal, un cierto desencanto que, por fortuna, aún no lo agriaba todo, pues estaban todavía cercanas las apuestas por las libertades, los afanes y desvelos por un mundo que tenía que ser mejor.
Aquella madrugada en la plaza del Paraguas en la que aún quedaba la música de los referidos afanes, en la que estábamos, como la década, a medio camino, todavía bien nutridos de sueños, todavía no derrotados ni definitivamente abaratados.
A medio camino, digo, cuando la ingenuidad colectiva no se había rendido ni retirado, por mucho que notase una desprotección preocupante.

Vivencias mateínas. El casco antiguo de Oviedo era una fiesta. La mayoría de las conversaciones todavía no estaban presididas por eruditos a la violeta en materia gastronómica, ni tampoco por expertos en datos económicos. No, no era así. Quedaba, aún, la música que hablaba de amor y revoluciones, que provocaba al pensamiento más reaccionario, que hacía frente a cualquier conformismo.
Vivencias mateínas. Como, si de repente, muchos de los punteos de guitarra que se habían hecho oír en bares como el Cechini reverberasen en las calles del casco antiguo, sobre aquellas fachadas antiguas que tanto y tanto asesoraban, con su melancolía incrustada en las piedras nobles y legendarias.
Vivencias mateínas. Políticos que se dejaban ver a horas, por lo general, prudenciales. Conversaciones alrededor de mesas improvisadas. Casi todo estaba empezando. Por ejemplo, la izquierda en el país, en Asturias y hasta en Oviedo. Izquierda que, para muchos de nosotros, no era sólo entonces una cuestión de siglas y etiquetas.
Casi todo estaba empezando, digo. Por ejemplo, eran los primeros años en los que ejercíamos la docencia, y, desde el principio, teníamos muy claro que no incurriríamos ni en el autoritarismo ni tampoco en lecciones magistrales monocordes dadas sobre apuntes casi ennegrecidos. No eran vísperas, sino inicios, también en las vidas personales y familiares.
Por la plaza Porlier, por los alrededores de la Catedral, por un casco antiguo de Oviedo que aún no estaba abigarrado de esculturas.
Vivencias mateínas. Esa luz de la noche, todo lo artificial que se quiera, pero nada artificiosa. Esa luz de aquellas noches en cuyos chorros parecía hacerse sitio la música que salía de los chiringuitos. Aquel brillo en las miradas de quienes disfrutábamos de las fiestas, de quienes éramos portadores de relatos que tenían en sus tramas propuestas que eran sueños personales y colectivos.
Lo escribí más de una vez: somos la generación del porro compartido, incluso formamos parte de ella quienes apenas participamos de ese ritual. Pero se trataba de compartir sueños comunes, proyectos colectivos, profesiones que eran mucho más que un horario y una nómina.
Y, en muchas de aquellas noches mateínas, sobre todo a lo largo de la década de los ochenta, la música no tenía menor protagonismo que la letra. La poesía, la mejor poesía que devorábamos, era todo un himno, con tantos y tantos registros cambiantes.
Oviedo era mucho más que la ciudad regentiana. Oviedo era una fiesta que se ponía sus mejores galas en vísperas de la estación más genuinamente asturiana: de nuestra seronda.
Vivencias mateínas. Gajos de limón en el fondo de los vasos, ya vacíos. Miradas cómplices que tanto y tanto compartían. Música que nada tenía que ver con repertorios de pachanga. Punteos de guitarra. Violines y trompetas. Perdedores, sublimes perdedores, al piano. Velas que ardían gloriosamente, como las médulas de Quevedo.
Y, de vez en cuando, algún encuentro, marcado por el encantamiento que escenificaban abrazos y besos memorables.
Vivencias mateínas que nos daban fuerza y energía cuando, ya iniciado el curso, recorríamos parte de aquellos escenarios, camino de la Facultad en la Plaza de Feijoo, e implorábamos, con mayor o menor fuerza, pero sin decaídas en el convencimiento, haber vivido fiestas sin pachanga, solos de trompeta o de flauta, acordes que estremecían, que, en mucho casos, habían sido el acompañamiento musical íntimo de conversaciones y encuentros que alcanzaban lo sublime.
Vivencias mateínas. Luna en menguante o en creciente, que resplandecía o estaba obnubilada. Pero casi siempre, casi siempre, con Pink Floyd.
Vivencias mateínas que buscaban la cara oculta de aquella luna, que, como diría Salinas, nada quería saber de azogues ni de almas cortas.

 

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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