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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: Parada en El Escorialín

El niño de nuestro relato amaba con todas sus fuerzas la indumentaria invernal de la que se había provisto aquel mismo año, pues, para él, representaba lo mucho que se quería a sí mismo. Sus prendas de referencia como contrapunto al frío, a la lluvia y al viento eran una trenca azul, un pequeño paraguas, unos guantes muy cálidos y un gorro de lana. Y, con ese atuendo al completo, se sentía mimado y protegido, hasta el extremo de que la calle, aun en los días más crudos del invierno, no era un territorio hostil. Como el mundo era algo lúdico de principio a fin, el atuendo invernal hacía las veces de la casaca de un guerrero romano heroico. Y, en la historia que aquí nos trae, el quererse tanto a sí mismo no significaba que la criatura de la que hablamos fuese en exceso narcisista, sino que más bien todas aquellas prendas estaban cargadas de caricias y desvelos, de cariño y certezas, de seguridades.
Pues bien, una de aquellas tardes cercanas a las navidades, cuando el niño de nuestra historia iba ataviado con el atuendo ya descrito, muy cerca de el Escorialín, le llamó la atención el nerviosismo con el que una chica explicaba a un señor el contenido de un papel timbrado que le mostraba. Aquello tenía que ver con las gestiones de un contencioso sobre una herencia.
De más está decir que las explicaciones técnicas de la perorata de la joven no sólo estaban fuera del alcance del entendimiento de nuestro pequeño protagonista, sino también de su interés. Lo que llamó su atención fue lo incisiva que era aquella chica a la hora de exponer la situación a su interlocutor, sin duda, un familiar cercano, padre o tío.
Al niño le fascinó tanto aquella conversación que se olvidó del pudor y la educación, es decir, se detuvo a muy escasos metros de aquello, como si estuviese viendo una película, o como si aquella situación saliese de un libro de cuentos. Lo cierto es que la chica, al verlo allí plantado, sin disimular lo más mínimo su curiosidad por saber qué se estaba ventilando en el encuentro con su familiar, se sonrió y se diría que la presencia de la criatura le resultó divertida y pintoresca.
La muchacha lo miró con una sonrisa tierna, mientras que su interlocutor estaba tan enfrascado en la conversación que no pareció concederle la más mínima importancia a la presencia de la criatura. Por su parte, el niño se retiró de allí. Compró unos cromos en el diminuto quiosco que había en El Escorialín y emprendió el camino de casa, pero se detuvo unos instantes encima de una rejilla muy próxima de la que salía un aire tibio un tanto pegajoso.
El niño relacionó el enrejado próximo al Escorialín del que salía aire caliente con un episodio que había oído contar varias veces: el de una señora, que formaba parte de sus antepasados, que un domingo, a la salida de misa, había visto al diablo con aspecto burlón dando saltos alrededor de los grupos de gente que conversaban.
Y, claro, las parrillas tenían que ver con el diablo, con el infierno, con el maligno. Pero si resultaba que, según aquel relato, Lucifer no era todo maldad, pues se trababa más bien de un ser, ante todo, juguetón y saltarín. Y eso hacía que la criatura no estuviese en disposición de contarle a un cura en el confesonario la amabilísima, incluso cómplice, visión que tenía de Satanás.

De modo y manera que en ese rincón de Oviedo, cuya denominación pone de relieve lo que es nuestro antídoto al grandonismo, esto es, la coña asturiana, para el niño de nuestro relato, era una referencia de sus curiosidades y fantasías.

Transcurrieron los años y se preguntó siempre por qué se sintió tan interesado en aquella conversación sobre una herencia entre una chica y su padre o tío. Desde luego, lo que despertó su curiosidad no era la historia en sí, sino la escena, escena en la que contaba no poco toda la ambientación nocturna y fría; escena en la que también cobraba mucha importancia la voz de aquella chica que, aun estando nerviosa y un tanto crispada, le resultaba a nuestra criatura muy persuasiva, muy atrayente. Estaba claro que, para sus protagonistas, el asunto era grave. Y no lo estaba menos para el niño del que venimos hablando que aquella era una escena de película. ¿Por qué de película? Vaya usted a saber por qué, con que film la pudo relacionar.
Tan pronto se puso a caminar, ya sin más paradas hasta su casa, se preguntaba qué intriga había en aquel papel, quién o quiénes querían perjudicar a aquellas personas, y, sobre todo, deseaba llegar a enterarse del desenlace de la historia. Y, como se trataba de un imposible, lo intrigante lo acongojaba no poco.
Parada en El Escorialín. Era la primera vez en su vida que se detenían encima de aquel enrejado del que emanaba aire tibio y pegajoso. Era la primera vez en su vida que se detenía a escuchar y a ver algo sin disimulo alguno.

Pasaron los años y, ya en la edad adulta, se preguntaba si en alguna ocasión había pasado por la mente de alguien llevar a cabo una réplica de la famosa escena de Marilyn Monroe sobre aquel mismo enrejado.
Pasaron los años y nunca dejó de preguntarse si el problema del que hablaron aquellas dos personas lo habían resuelto favorablemente.
Pasaron los años, y en ese rincón tan peculiar y genuino de Oviedo, que no es peculiar y genuino por su valor estético, sino por la denominación que tiene, seguro que hubo y sigue habiendo episodios y encuentros que forman parte de los recuerdos más indelebles de muchas personas.
No puede ser casualidad que actualmente sea la sede de nuestra oficina de turismo, pues se trata de un emplazamiento que tiene que ver con nuestra coña, que nos vacuna, a veces en exceso, contra el grandonismo. Una coña que todo lo mengua, más que ninguna cocción.
¡Ah! Aquel papel timbrado era amarillo.
¡Ah! La muchacha que exponía el problema vestía una hermosa falda escocesa.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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