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Juan Neira

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UN BUFÓN EN BRUSELAS

La imagen de Carlos Puigdemont, rodeado de los ex consejeros fugados, y escoltado por 170 alcaldes independentistas con sus varas de mando en alto, parece sacada de una obra teatral de Albert Boadella. No sé qué llama más la atención, si el histrionismo del ex “president” que va a Bruselas a internacionalizar el conflicto sin lograr una sola entrevista ni una foto ni un simple saludo con un dirigente comunitario, o la imagen rural, propia del festejo que acompaña a la buena cosecha, formada por los ediles separatistas que viajaron en vuelo chárter a la capital de la UE para hacer de teloneros del político más ridículo que dio España en cuarenta años.

Puigdemont se refirió, repetidamente, a España como “democracia fallida”. Está bueno para hablar de regímenes fallidos tras encabezar la república más efímera que conoció el planeta. Hace unas semanas hablé en estas líneas de “república por un día” y, posteriormente, pude comprobar que había sido excesivamente generoso, porque la república catalana, como en los dos intentonas anteriores (1931 y 1934), duró unas horas. Ahora queda ese fantasmal presidente en el exilio que recuerda a los rancios herederos de monarquías europeas abolidas hace muchos años dando la chapa desde enclaves turísticos sobre derechos dinásticos históricos e inalienables. Puigdemont dice que “la UE no puede tener un “govern” en la cárcel o en el exilio”, cuando lo que único que hay en Bruselas es un bufón rodeado de extras buscando hacerse un hueco en los telediarios.

Lo que no dice Puigdemont, aunque lo saben todos los gobiernos de la UE, es que lideró un plan para separarse de España, y lo intentó llevar a cabo saltándose todas las normas y riéndose de todas las instituciones –tribunales de Justicia incluidos-, sin reparar que en una democracia ese tipo de actuaciones salen muy caras. Se paga un precio muy alto en España y, también, en Francia, Suecia, EE.UU., o en cualquier otra democracia digna de tal nombre. Los dirigentes independentistas son tan inmaduros que pensaron quedar a salvo con una declaración unilateral de independencia, y que en caso de complicaciones estarían blindados por cientos de miles de manifestantes en la calle. Estoy convencido de que en este momento desde Puigdemont y Junqueras, hasta Romeva y Forcadell, están todos ellos arrepentidos. Darían cualquier cosa por rebobinar la cinta y volver al seis de septiembre, fecha en que iniciaron la voladura de las instituciones.

La imagen de Carlos Puigdemont, rodeado de los ex consejeros fugados, y escoltado por 170 alcaldes independentistas con sus varas de mando en alto, parece sacada de una obra teatral de Albert Boadella. No sé qué llama más la atención, si el histrionismo del ex “president” que va a Bruselas a internacionalizar el conflicto sin lograr una sola entrevista ni una foto ni un simple saludo con un dirigente comunitario, o la imagen rural, propia del festejo que acompaña a la buena cosecha, formada por los ediles separatistas que viajaron en vuelo chárter a la capital de la UE para hacer de teloneros del político más ridículo que dio España en cuarenta años.

Puigdemont se refirió, repetidamente, a España como “democracia fallida”. Está bueno para hablar de regímenes fallidos tras encabezar la república más efímera que conoció el planeta. Hace unas semanas hablé en estas líneas de “república por un día” y, posteriormente, pude comprobar que había sido excesivamente generoso, porque la república catalana, como en los dos intentonas anteriores (1931 y 1934), duró unas horas. Ahora queda ese fantasmal presidente en el exilio que recuerda a los rancios herederos de monarquías europeas abolidas hace muchos años dando la chapa desde enclaves turísticos sobre derechos dinásticos históricos e inalienables. Puigdemont dice que “la UE no puede tener un “govern” en la cárcel o en el exilio”, cuando lo que único que hay en Bruselas es un bufón rodeado de extras buscando hacerse un hueco en los telediarios.

Lo que no dice Puigdemont, aunque lo saben todos los gobiernos de la UE, es que lideró un plan para separarse de España, y lo intentó llevar a cabo saltándose todas las normas y riéndose de todas las instituciones –tribunales de Justicia incluidos-, sin reparar que en una democracia ese tipo de actuaciones salen muy caras. Se paga un precio muy alto en España y, también, en Francia, Suecia, EE.UU., o en cualquier otra democracia digna de tal nombre. Los dirigentes independentistas son tan inmaduros que pensaron quedar a salvo con una declaración unilateral de independencia, y que en caso de complicaciones estarían blindados por cientos de miles de manifestantes en la calle. Estoy convencido de que en este momento desde Puigdemont y Junqueras, hasta Romeva y Forcadell, están todos ellos arrepentidos. Darían cualquier cosa por rebobinar la cinta y volver al seis de septiembre, fecha en que iniciaron la voladura de las instituciones.

 

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