Contemplar el Teatro Arango reconvertido en antro de comida rápida, también llamada basura, es un drama de proporciones mayúsculas. Ni el mismísimo Shakespeare reflexionando sobre la vida y la muerte con un oricio calcinado en la orilla de la playa de San Lorenzo habría podido superar esta tragedia griega en versión gijonesa. Aquel escenario por donde desfilaron en sus buenos tiempos desde Marlon Brando hasta Núria Espert (léase el mejor cine y el mejor teatro) amaneció ayer, tras un paréntesis dermoestético, reconvertido en singular paraíso del ketchup, la mostaza y la carne picada. Un lugar donde nuestros jóvenes cilúrnigos alimentarán, con gusto, las peores costumbres gastronómicas posibles, esas que nos vienen importadas, sin cortapisa alguna, del país que peor sabe comer del mundo civilizado: los Estados Unidos de Norteamérica.
El goteo de esta invasión amenaza además los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Desde la rotonda de Foro hasta el antiguo Oasis. Desde la mismísima calle Corrida hasta La Merced. Desde Viesques, donde se anuncia una inminente apertura, hasta sabe dios donde, pues tal parece que estén tomando carrerilla, según lo anunciado en el acto inaugural.
Todos sabemos que los cines tradicionales fueron borrados de la faz de Gijón por falta de rentabilidad. O sea, porque los gijoneses no vamos al cine lo suficiente (solo durante el FICX, que queda muy fino). Es decir, una buena parte de culpa del desierto actual es exclusivamente nuestra. Pero uno se resiste a pensar que no fuera negocio un cine con tres pequeñas salas en el centro combinado con alguna oferta gastronómica atractiva. Entretanto, siempre nos quedará ir al Teatro Prendes, a Candás, el último cine de pueblo existente en esta Asturias recesiva, y organizar visitas guiadas evocando aquel Gijón de cine. Donde está este burger estaba el Arango; donde estuvo este otro, el Robledo; en esta franquicia, el María Cristina; en este hotel, el Goya; en esta sala de fiestas, el Albéniz…. Y así hasta echarnos a llorar sin remisión. Pues nos dirigimos a la carrera hacia perfiles de ciudades cada vez más impersonales y parecidas unas a otras.
Decía una antigua pescadera: «Lo mejor de Gijón ye lo que quiten». Si a su dramática sentencia se acompaña la certeza de que al otro lado de la balanza, o sea lo que ponen, no hay prácticamente nada más que franquicias y antros de comida rápida, el presagio no es nada halagüeño. Cuando Shakespeare, escrutando al oricio, le plantee la gran cuestión de «ser o no ser» parece clara su respuesta: Gijón realiza una temible apuesta por ‘no ser’.
publicado en EL COMERCIO el jueves 4 de abril de 2019